lunes, 6 de abril de 2015

Jodido.


De un tiempo a ésta parte, y pese a su juventud, todos los excesos le están empezando a pasar factura.

Ha perdido la agudeza visual, casi no ve con el ojo derecho. Si ya de por sí es miope, esto lo ha terminado de joder. Cuando camina por la calle no reconoce a nadie y ya no mira en absoluto a las niñas de buen ver, pues poco o nada puede apreciar. Y además de eso, se ve obligado a girar su torso para conseguir un mejor campo visual, con lo que también jode su espalda y consigue unos dolores al final del día, muy incapacitantes. Debido todo ello, casi está seguro de sus cálculos, al bendito polvo que le echó a una niña pija, tonta, rica, que se tragó su pose de intelectual, escritor y poeta en ciernes. Porque tiene toda la pinta de una ETS.

El tabaquismo, uno de sus tantos excesos, ha alterado su función respiratoria. Sufre una disnea de medianos esfuerzos que lo amenaza con una insuficiencia cardíaca añadida a —o consecuencia de— una hipertensión arterial. Como si fuera un cuarentón, un cincuentón. Jodido. Y no deja de fumar, ni disminuye la dosis de alquitrán mortal, por mucho que lo piense un domingo sí y otro también, como la típica promesa de loser. Es un loser.

Concomitante, el alcoholismo, que no tiene problema en asumir y aceptar frente a sus amigos —los alcohólicos y no alcohólicos—, está seguro que ha empeorada sus males. Bebe, en término medio, una vez a la semana, si no es que encadena dos o tres días de borrachera, resaca y borrachera. Y resaca. Y borrachera. No tiene inconveniente en aceptar cualquier invitación, sobre todo si se trata de una reunión bohemia, sin más motivo que beber, principalmente beber y hablar, compartir y filosofar los asuntos diarios de la vida. Por mucho que éstas reuniones sucedan en días complicados y ocupados, en horarios bastante intempestivos, nunca sabe declinar una invitación.

Como en las peores series y películas, repite a quien pregunta, se escandaliza o simplemente quiere echar abajo su pose, que en las mañanas no es persona hasta que bebe una taza de café. Y no deja de cumplir el ritual. Muy pronto, todas los días en la universidad, no puede saludar muy bien a la gente, ocupadas como tiene ambas manos: una porque sujeta con cuidado el vaso de plástico que contiene el café, no tan bueno como le gustaría, y la otra porque sujeta y lleva el Marlboro rojo a su boca. Buenos días dice o grita para que lo escuchen. Mantiene el cigarrillo entre sus labios y cambia el vaso a la mano izquierda, si debe saludar a un hombre. Interrumpe, y esto le jode especialmente, la calada en curso para poder saludar a una fémina. Apenas levanta las cejas o mínimamente el vaso de café o el tabaco, si alguien lo saluda desde lejos. Por lo que muchas veces pasa por un maleducado o amargado de tener que ir a una muy mala universidad infectada de gente peor.

Siente que cada uno de sus vicios ha terminado de joderlo, como únicamente puede hacerlo él. Su familia sospecha e intuye cada uno de sus males, pese a que casi siempre se esfuerce en guardar las apariencias y seguir pareciendo ése niño bien educado y buen estudiante que toda la vida fue. Intenta no demostrar frente a sus padres y a sus hermanos, y a todos aquellos que puedan hacer llegar a oídos de su familia, lo mal tipo que en verdad es. Y sus posibles conquistas se asustan, como solo saben hacerlo las niñas bien de las que, para colmo, gusta el muy capullo. Lo que, siente, le obliga a abandonar al menos uno de sus malos hábitos. Sin terminar de conseguirlo nunca, por supuesto. Estresándose. Angustiándose. Frustrándose. Aislándose para poder continuar con sus prácticas y echar todo por la borda. Él solito.