De un tiempo a ésta parte, y pese
a su juventud, todos los excesos le están empezando a pasar factura.
Ha perdido la
agudeza visual, casi no ve con el ojo derecho. Si ya de por sí es miope, esto
lo ha terminado de joder. Cuando camina por la calle no reconoce a nadie y ya
no mira en absoluto a las niñas de buen ver, pues poco o nada puede apreciar. Y
además de eso, se ve obligado a girar su torso para conseguir un mejor campo
visual, con lo que también jode su espalda y consigue unos dolores al final del
día, muy incapacitantes. Debido todo ello, casi está seguro de sus cálculos, al
bendito polvo que le echó a una niña pija, tonta, rica, que se tragó su pose de
intelectual, escritor y poeta en ciernes. Porque tiene toda la pinta de una
ETS.
El tabaquismo,
uno de sus tantos excesos, ha alterado su función respiratoria. Sufre una
disnea de medianos esfuerzos que lo amenaza con una insuficiencia cardíaca
añadida a —o consecuencia de— una hipertensión arterial. Como si fuera un
cuarentón, un cincuentón. Jodido. Y no deja de fumar, ni disminuye la dosis de
alquitrán mortal, por mucho que lo piense un domingo sí y otro también, como la
típica promesa de loser. Es un loser.
Concomitante,
el alcoholismo, que no tiene problema en asumir y aceptar frente a sus amigos
—los alcohólicos y no alcohólicos—, está seguro que ha empeorada sus males.
Bebe, en término medio, una vez a la semana, si no es que encadena dos o tres
días de borrachera, resaca y borrachera. Y resaca. Y borrachera. No tiene
inconveniente en aceptar cualquier invitación, sobre todo si se trata de una
reunión bohemia, sin más motivo que beber, principalmente beber y hablar,
compartir y filosofar los asuntos diarios de la vida. Por mucho que éstas
reuniones sucedan en días complicados y ocupados, en horarios bastante
intempestivos, nunca sabe declinar una invitación.
Como en las
peores series y películas, repite a quien pregunta, se escandaliza o
simplemente quiere echar abajo su pose, que en las mañanas no es persona hasta que
bebe una taza de café. Y no deja de cumplir el ritual. Muy pronto, todas los
días en la universidad, no puede saludar muy bien a la gente, ocupadas como
tiene ambas manos: una porque sujeta con cuidado el vaso de plástico que
contiene el café, no tan bueno como le gustaría, y la otra porque sujeta y
lleva el Marlboro rojo a su boca. Buenos días dice o grita para que lo
escuchen. Mantiene el cigarrillo entre sus labios y cambia el vaso a la mano
izquierda, si debe saludar a un hombre. Interrumpe, y esto le jode
especialmente, la calada en curso para poder saludar a una fémina. Apenas
levanta las cejas o mínimamente el vaso de café o el tabaco, si alguien lo
saluda desde lejos. Por lo que muchas veces pasa por un maleducado o amargado
de tener que ir a una muy mala universidad infectada de gente peor.
Siente que
cada uno de sus vicios ha terminado de joderlo, como únicamente puede hacerlo
él. Su familia sospecha e intuye cada uno de sus males, pese a que casi siempre
se esfuerce en guardar las apariencias y seguir pareciendo ése niño bien
educado y buen estudiante que toda la vida fue. Intenta no demostrar frente a
sus padres y a sus hermanos, y a todos aquellos que puedan hacer llegar a oídos
de su familia, lo mal tipo que en verdad es. Y sus posibles conquistas se
asustan, como solo saben hacerlo las niñas bien de las que, para colmo, gusta
el muy capullo. Lo que, siente, le obliga a abandonar al menos uno de sus malos
hábitos. Sin terminar de conseguirlo nunca, por supuesto. Estresándose.
Angustiándose. Frustrándose. Aislándose para poder continuar con sus prácticas
y echar todo por la borda. Él solito.