lunes, 2 de diciembre de 2019




Debía ir al pueblo de sus padres, a la única casa que tuvo en su infancia, reconvertida en una villa con encanto y fácil de rentar, cuya reforma él había pagado en sus primeros años de profesional y que durante mucho tiempo sus hermanos le reclamaron.

Lo había aplazado hasta olvidarlo. Tenía que cumplir con el deber de la prometida propiedad privada y la plusvalía, y lo que era peor, tenía que hacerlo obligatoriamente presencial y personal en la administración de un municipio corrupto incluso en las gestiones más insignificantes.

Aquel último fin de semana en la casa de sus padres, —la llamaba así, la casa de mis padres, aunque su padre se la hubiera heredado únicamente a él—, caminando por el corredor azul hasta la puerta lateral, sonaron los primeros acordes y versos de una canción muy popular a final de los noventa, que en ésa parte del mundo duraron hasta muy entrados los dos mil.

Se escuchaba desde el salón de una casa vecina, para todos los hogares alrededor de la iglesia: Como puedes decir que no ha pasado nada y el resto de la letra, a la que se adelantaba el esposo de su compañera de juegos de la infancia. Después de todo el dolor que causaste en mi corazón. Lo cantaba a todo pulmón, sudoroso, con la barriga descubierta y la camisetilla colgada de un hombro, como si lo hiciera por primera vez, como si la estuviera componiendo en ese momento. Como si le hubieran engañado de esa manera. Sonrió. Le hizo gracia. Le entristeció. En ese orden. Sonrisa. Gracia. Tristeza. Finalmente le invadió la nostalgia, que es a lo que le conduce casi todo. Le hizo gracia la pasión, el sentimiento de intérprete de vallenatos. Le entristeció darse cuenta de que había perdido eso, de que hacía mucho tiempo se había ido de allí para siempre. Había perdido el fuego interno que solo enciende el sol en la costa ecuatoriana, muy cerca de la frontera con Perú, en una especie de fotosíntesis con la que se sintetiza el carácter apasionado e irresponsable que se les atribuye a los costeños, a los monos de esa parte del Pacífico.

De regreso a los Andes, al sistema montañoso que no recuerda de la escuela, donde vivía, sintió como en su infancia, el sol intenso de medio día que oscurece la piel, el calor reconfortante y la humedad no asfixiante, exacta, y volvió a sonar la canción, ésta vez desde la voz de su hijo, siguiendo el playlist que inconscientemente había programado, rescatándolo de sus nostalgias, interpelándole, diciéndole que a lo mejor no había perdido tanto, que no es posible perder tanto.

martes, 13 de agosto de 2019

Barbi Superstar



Tenía los pies diminutos y unos ojos color verde marihuana. A los catorce su madre le prohibió ser reina de nada y unos años más tarde, sus primas la acusaron de ser prepago, cuando la vieron encantando a todo el mundo. En sus quimeras de porcelanosa, conquistaba a Al Pacino. Los del pueblo, claro, no éramos gran cosa para tremenda mujer.

Si la mayor de don Vélez hubiera tenido un buen padrino, habría sido actriz, protagonista de sobremesa, La Caramelo, Corazón salvaje, supervedette, puta de lujo, modelo, estrella de culebrón…

Muy pronto los hombres le empezaron a prometer el mejor futuro con sus pupilas hambrientas, pero ella sabía que enamorarse un poco más de la cuenta era una pésima inversión.

Debutó una noche, de la mano de una buena amiga, con un par de camaroneros, a doscientos kilómetros de casa; y poco a poco, cada vez más, la exigían en las mejores fiestas. Solo con veinte fiestas como ésa podría haber escapado de su mamá. Todavía la recuerdan los empresarios del austro ecuatoriano y se relamen, suspiran. 

Poco antes de que su novio aniñado le pidiera matrimonio y le prometiera la mejor boda, arrojó la toalla. El pobre serrano sabía que la vida no le daría otra oportunidad como ésa, enviudó mucho antes del altar, tuvo que olvidarse de ella y pedirles a su familia y amigos que intentaran lo mismo. Mientras, ella atravesaba el Atlántico entre funcionarios correístas, empresarios, buenos vinos y whisky del dutty free; se juraba no volver, no regresar atrás, conseguir que las miradas de los hombres y el asco que le provocaban le sirvieran de mucho más.

Al infierno, ya se sabe, algunas niñas de la costa prefieren ir por atajos, sexo caro, ropa de marca, cirugías, likes en Facebook e Instagram, viajes a Estados Unidos y si ceden al romanticismo, Europa.

Hace un par de años, nos encontramos más o menos por casualidad, en un bar de una capital europea, donde yo planeaba estudiar. Luego de hablar sobre Ecuador y nuestras familias, de contarnos nuestras vidas, me preguntó por la canción, el poema o el cuento que prometí dedicarle, cuando yo mismo me creía poeta. Le dije que terminaba tan triste que nunca  pude empezar, que al intentar olvidarla y no recordarla cada fin de semana, había dejado de creerme escritor, también porque ya nadie me creía.

Lo cierto es que por esos labios que sabían a mar y a infancia, a descubrimiento del deseo y del sexo, por ese cuerpo que era un seguro de eternidad, yo habría decepcionado a toda mi familia. Me habría hecho un escritor ecuatoriano muerto de hambre, profesor de universidad o secundaria. Nunca los decepcioné. Y mucho menos por amor. He tenido que complacerlos y conformarme con una vida hasta ahora ejemplar, ordenada y responsable, y con una profesión lucrativa.

Ahora estoy aquí en la costa, pasando las horas sin sentido, escribiéndola, intentando cumplir mi promesa. Echándola de menos e imaginando la vida que podríamos haber tenido. También pura formalidad, que toda la pasión habría podido borrar.