Debía
ir al pueblo de sus padres, a la única casa que tuvo en su infancia, reconvertida
en una villa con encanto y fácil de rentar, cuya reforma él había pagado
en sus primeros años de profesional y que durante mucho tiempo sus
hermanos le reclamaron.
Lo
había aplazado hasta olvidarlo. Tenía que cumplir con el deber de
la prometida propiedad privada y la plusvalía, y lo que era peor, tenía que
hacerlo obligatoriamente presencial y personal en la administración de un
municipio corrupto incluso en las gestiones más insignificantes.
Aquel
último fin de semana en la casa de sus padres, —la llamaba así, la casa de mis padres, aunque su padre se
la hubiera heredado únicamente a él—, caminando por el corredor azul hasta la
puerta lateral, sonaron los primeros acordes y versos de una canción muy
popular a final de los noventa, que en ésa parte del mundo duraron hasta muy
entrados los dos mil.
Se
escuchaba desde el salón de una casa vecina, para todos los hogares alrededor
de la iglesia: Como
puedes decir que no ha pasado nada y el resto de la letra, a la que se adelantaba
el esposo de su compañera de juegos de la infancia. Después de todo el dolor que causaste en mi corazón. Lo cantaba a
todo pulmón, sudoroso, con la barriga descubierta y la camisetilla colgada de
un hombro, como si lo hiciera por primera vez, como si la estuviera componiendo
en ese momento. Como si le hubieran engañado de esa manera. Sonrió. Le hizo
gracia. Le entristeció. En ese orden. Sonrisa. Gracia. Tristeza. Finalmente le
invadió la nostalgia, que es a lo que le conduce casi todo. Le hizo gracia la
pasión, el sentimiento de intérprete
de vallenatos. Le entristeció darse cuenta de que había perdido eso, de que hacía mucho tiempo se había
ido de allí para siempre. Había perdido el fuego interno que solo enciende el
sol en la costa ecuatoriana, muy cerca de la frontera con Perú, en una especie
de fotosíntesis con la que se sintetiza el carácter apasionado e irresponsable
que se les atribuye a los costeños, a los monos
de esa parte del Pacífico.
De regreso a los Andes, al sistema montañoso que
no recuerda de la escuela, donde vivía, sintió como en su
infancia, el sol intenso de medio día que oscurece la piel, el calor
reconfortante y la humedad no asfixiante, exacta, y volvió a sonar la canción,
ésta vez desde la voz de su hijo, siguiendo el playlist que inconscientemente había programado, rescatándolo de
sus nostalgias, interpelándole, diciéndole que a lo mejor no había perdido
tanto, que no es posible perder tanto.