La
bossa nova me devuelve a las ocho de la noche y un minuto, de un día entre
semana, en un pueblo de apariencia asiática, costumbres bárbaras y sin embargo,
tan sudaca; al momento inmediatamente después del telediario, en el que de un
segundo a otro, sin anuncios de por medio ni transiciones, empezaba la telenovela
brasileña, con una frase en español neutro que mal traducía un portugués más
rico, o con una canción que recorría de mañana o de noche, Río de Janeiro, tal
vez Sao Paulo. Me regresa a ése momento quedo, natural, apresurado y orgánico,
que únicamente permitía poner a remojo las legumbres secas que aliviarían el
hambre de la jornada siguiente en los campos de arroz. A ése momento que marcaba el final del día y permitía al pueblo entero exhalar, darse un respiro, y lo
recubría de una calma real, reparadora: los perros dejaban de sacudirse dentro
de sus pellejos sembrados de pulgas, los cerdos se acomodaban unos con otros en
la tierra polvorienta y la gente apenas se movía para no sentir en exceso las
superficies irregulares y duras de los muebles que rellenaban sus salas-comedor-cocina-dormitorios.