¿Recodará el Mundial
del 98? ¿Aquella jornada de fase de grupo calurosa, que invitaba a vestir un
pantalón corto y despojarse de la camiseta a la primera oportunidad, como
hacían los jugadores en aquel verano europeo?
Me pregunto si se
acordará de esa hora canicular, de las gotas resbalando por la jarra, en la que
se resistía a evaporar el jugo de maracuyá que su esposa había preparado con
las frutas que crecían en el patio de la casa, donde también habían crecido
todos los hombres de la familia y en la que viví de manera intermitente durante
los últimos años de mi infancia.
Si le digo ¿Qué
fue?, exagerando nuestro acento costeño,
¿inmediatamente reconocerá a aquél niño huérfano que durante mucho tiempo él y
sus hermanos se turnaron en criar, con más o menos acierto, hasta que fue
rescatado y adoptado por el cine y la literatura? ¿O me confundirá con su
hermano menor, al que no pudieron salvar?
Y si le pregunto por
el primer mundial al que clasificamos, ¿me reclamará la colección de vasos que
me encargó completar cuando el feriado bancario de hace cuatro décadas lo
obligó a renunciar a su plaza de docente y hacer el camino de vuelta hasta el
país que su bisabuela había abandonado?
Durante años se habían seguido a distancia. Por medio de familiares, se enteraban de las idas y vueltas de cada uno. No habían perdido las oportunidades de reunirse dos ocasiones por cada orilla del Atlántico. Recuerdan aquella vez en la que la desgracia empezó a ensañarse con la familia y enterraron a un familiar luego de que padeciera la forma más grave de la tristeza. Y hasta que la memoria no lo traicionara, y cada vez que le preguntaban, relataba la ceremonia de graduación a la que asistió como único familiar de un sudamericano. Nunca les hicieron falta demasiadas atenciones, felicitaciones de fiestas y cumpleaños. Alguna llamada y los sinceros buenos deseos les parecían suficientes.
Durante años se habían seguido a distancia. Por medio de familiares, se enteraban de las idas y vueltas de cada uno. No habían perdido las oportunidades de reunirse dos ocasiones por cada orilla del Atlántico. Recuerdan aquella vez en la que la desgracia empezó a ensañarse con la familia y enterraron a un familiar luego de que padeciera la forma más grave de la tristeza. Y hasta que la memoria no lo traicionara, y cada vez que le preguntaban, relataba la ceremonia de graduación a la que asistió como único familiar de un sudamericano. Nunca les hicieron falta demasiadas atenciones, felicitaciones de fiestas y cumpleaños. Alguna llamada y los sinceros buenos deseos les parecían suficientes.
No sé qué veré en sus
ojos. Si esa mirada triste, melancólica, que arrastra un cuerpo enjuto con un
andar silencioso. Si la desgracia final de una familia siempre venida a menos
que aún se resiste a desaparecer por completo y maldice a unos pocos con un
apellido que tanto pesa llevar a cuestas y del que es difícil deshacerse. O una pizca de luz, una pequeña estrella fugaz al fondo de sus ojos marrones,
al reconocer un acento, tal vez un poco impostado, que me niego a perder y juro
trasmitiré a un posible hijo.
Él se lo había notado en la última reunión multitudinaria de
la familia. Lo había atribuido al carácter nostálgico y depresivo de los
hombres que comparten su apellido. No le había dado demasiada importancia. Le
había recomendado un calmante de herboristería que a él solía ayudarle y lo
había animado a no abandonar la reunión y tratar de disfrutar de la comida, los
familiares y los amigos que abarrotaban el segundo piso de la casa de los
abuelos. Le pareció que tenía todo el derecho de sentirse derrotado, si
los recuerdos lo atacaban por el flanco más débil y lo hacían desfallecer. Le
pareció que no era tan raro encontrar a un tipo de sesenta y siete años sentado al borde de la cama, sujetándose la
cara, incapaz de contener los estertores que amenazaban con un llanto
incontrolable e inexplicable.
Su piel cobriza debe
resaltar tanto entre los demás residentes. Esa piel marrón, apergaminada, como
las páginas de los libros que utilizaba para dar clases en La Victoria. Nunca
fuimos a ese pueblo, pese a que no habían más de cincuenta kilómetros hasta
allí. Ahora podría ir y no perderme. Podría ir durante las fiestas patronales y
preguntar por los apellidos que leíamos en los exámenes que corregía después de
la siesta, antes de salir a charlar con sus amigos del barrio, reunidos
alrededor de un puesto informal de carne. Solo me haría falta esforzarme por
recordar los detalles, los incidentes, las buenas nuevas y las malas, que nos
contaba de pasada, mientras almorzaba y veía el inicio de la telenovela en TeleSistema.
Tengo la esperanza de que si le recuerdo
alguna anécdota de sus treinta años de docente, me cuente alguna más y sonría. Y
me reconozca.