Así te imagino cuando te aproximes a los treinta. Aniñada.
Súper pija. Muy risueña. Todavía rica, con tu cuerpo de herencia mulata. De pompis —mis pompis como solías llamarlas—, latinas, no muy exageradas,
perfectas. Sonrisa amplia y fácil. Labios gordos y carnosos, mulatos y
sensuales. Características físicas a las que el tiempo habrá restado juventud,
pero no inmortalidad.
Te imagino exagerada, sin poder
modular muy bien tu voz demasiado aguda, que te hará parecer dramática
(preocupada) y enervará al personal; lo que sin duda, como ahora, intentarás
contrarrestar con tu muy buena educación, con tus buenas maneras y la
predisposición dulce para ayudar a la gente y resaltar sus virtudes físicas
—eres tan física, pues.
Creo verte vestida siempre tan
adecuada y oportuna y correcta. La mejor en la playa. La mejor en el trabajo de
oficina. La mejor en las diligencias, en los bancos. La mejor en casa, en la
cama. Siempre muy sensual, exagerada o sutil.
No tendrás hijos, estoy seguro.
Te hará compañía uno o quizás dos perros. De pedigrí, por supuesto. De esas
razas pequeñas a las que las mujeres cuidan como un peluche de la infancia y la
adolescencia.
La gente te seguirá admirando. Te
envidiarán también, por qué no. No se imaginarán ninguna cicatriz en el alma y
en el corazón, ningún sábado de desencanto y vómito. Te creerán de manera
equivocada, en parte.
Y yo, muy bien, me podría
imaginar contigo, menos próximo a los treinta. Como éste man que acompaña a la tía ésta que no dejo de mirar. Que me recuerda
a ti. Que me hace pensarte. En un barco de recreo, de vuelta al continente,
luego de unos días de soledad, películas y textos en un isla del Pacífico ecuatoriano.
Como ella te imagino, con una
mirada y una sonrisa dedicadas.
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