Y ya no sé si me pongo triste los domingos, sobre todo por las tardes, porque realmente los domingos son tristes o por pura costumbre. Llevo desde los cinco años, sentado frente a mi casa sin puertas, en un pueblito de la costa ecuatoriana, esperando a que llegue mi padre biológico a rescatarme de la pobreza y la puta tristeza. Aunque creo haberle dicho a mi padre, la noche que cumplí dieciocho años, que en mi jodida vida lo volvería a esperar, que ya se podía ir a la mierda con toda la figura que me faltó en mi infancia. Que a estas alturas, lo único que necesitaba de él era dinero. Y lo sigo manteniendo, pese a que muchas veces me cueste y me duela decir Acompáñame a retirar el giro de 100 dólares que me envía mi padre biológico. Digo biológico recalcándolo, como si quisiera curar toda la desesperanza con una palabra. Como tomando distancia de todas las obligaciones para con él, que se que me esperan en mi vida adulta. De ahí también deriva mi miedo a ser esposo de, padre de —sí, ya sé que no me debería preocupar todavía. Las puertas que cierran los padres casi siempre le pillan todos los dedos a los hijos. Así es que siento su gran maldición sobre mi destino y creo no equivocarme. Igual que él, no soy de ningún lado, abandoné a los amigos en un par de países y siempre quiero estar en tránsito, pensando Cuando acabe ésto me voy a mudar a otro país. Igual que él, salí de mi casa a los dieciocho y me encontré con mi peor versión. La jodí, caí en los excesos. Y así muchos más ejemplos, que me atemorizan y sé que me sucederán. La enfermedad. El destierro. La soledad absoluta. La incapacidad de resolver la vida cotidiana, nadar y no dejarme llevar por la corriente.
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